Posiblemente escuchás o lees de la fé que la gente le tiene al Beato Ceferino Namuncurá, has ido en alguna ocasión a una de sus fiestas en Chimpay, o paraste un día de pasada por la ruta y te acercaste a su santuario, posiblemente te hayas imaginado a ese “indiecito” marchándose de su tierra a Italia con los sacerdotes, o simplemente imaginaste su muerte lejos de su país, su familia.

En alguna oportunidad seguro escuchaste de la boca de un devoto o de alguien que se enteró de un milagro de sanación del Beato. Es fácil imaginar. Pero entrar a su vida y a la época a través de la lectura es intenso. Es atrapante.

Tras una serie de violentas batallas con las fuerzas argentinas, y la muerte o captura de muchos miembros de su tribu, Manuel Namuncurá padre de Ceferino, huyó a la Cordillera con un reducido número de familiares, y durante un malón en el pueblo de Lonquimay, Namuncurá raptó a una joven mestiza, Rosario Burgos, que pasó a ser su tercera esposa.  En 1883, Manuel Namuncurá regresó a la Patagonia para rendirse ante el ejército argentino. A cambio de la paz, a Namuncurá se le ofreció una pensión vitalicia, tierras en las riberas del Río Negro, (Que nunca le fueron escrituradas) y el rango de coronel del ejército argentino.  

El cacique, padre de Ceferino vivió junto con su familia en Chimpay, y fue allí donde nació Ceferino, el tercer hijo que tuvo con Rosario Burgos, el 26 de agosto de 1886.  Sabemos que un día el pequeño Ceferino cayó al río y se lo llevó la corriente. Lo daban por muerto cuando el río lo depositó vivo en las arenas de la orilla y Manuel lo tomó feliz en sus brazos. 

Los testimonios de sus hermanos coinciden cuando narran que el niño Ceferino era muy servicial, siempre deseoso de ayudar a su madre y a su gente. Uno de ellos contaba que «siempre estaba ocupado en algún trabajo manual». Otro repetía las narraciones de la madre, que muchas veces no lo encontraba por la mañana temprano porque Ceferino salía a juntar leña para vender a los vecinos y comprar alimentos para ella. Otras veces «salía Ceferino a pedir alimentos a las casas de los vecinos, quienes le daban, y los traía a su madre». Además, cuando tenía nueve años cuidaba las ovejas y «les construyó un corralito con sus propias manos», mientras «los demás hermanos jugaban» 

El niño pasó su infancia en Chimpay, donde demostró las habilidades que se esperaban de un hijo de cacique: Llegó a ser un jinete consumado, y aprendió a cazar guanacos con el lazo y las boleadoras. ¿Quién era la madre de Ceferino? Esta fue una herida en el corazón del indiecito. Se llamaba Rosario Burgos. Los testimonios indican que era una indígena o mestiza chilena y que Manuel Namuncurá la había raptado en un malón en 1879, cuando ella tenía unos 18 años. Pero luego Manuel tomó otra esposa más joven con la cual se casó en 1900. Su hijo Aníbal cuenta que «una vez que el cacique Manuel se casó ante el civil y ante la Iglesia con doña Ignacia, entonces doña Rosario pasó a la tribu de Yanquetruz … Allí se casó con un tal Francisco Coliqueo y con él se fue a Comallo». Ceferino tenía 11 años cuando vio por última vez a su madre.

Con Carlos Gardel

En el corazón de Ceferino se mezclaban el cariño y la admiración que sentía por su padre, y el dolor que le habrá provocado pensar en su madre abandonada por otra mujer y errante con otro hombre. Poco antes de morir le manda a su madre una tarjeta postal. De un lado le dice: «A mi querida mamá Rosario … ¡Felicidad!. Del otro lado le habla de su «amor, cariño y gratitud», y le pide a Dios y a la Virgen que «le concedan felicidad’. Dos veces le desea «felicidad» a esa madre que había llevado una vida tan sufrida, como esperando que al menos en sus últimos años gozara de un poco de consuelo.

Ceferino y Gardel

En 1897 Ceferino le pidió a su padre que lo llevara a Buenos Aires para educarse y así ayudar a su gente. Las campañas militares de 1879 determinaron la incorporación violenta de los habitantes originarios de la Patagonia a la Nación. El destino posible de los sobrevivientes de las tribus se dirimía entre el ingreso al ejército, la incorporación al servicio doméstico o la deportación como mano de obra barata, con el consecuente desmembramiento de las familias. Como Ceferino era hijo de un cacique, también incorporado al ejército, en ese contexto, Ceferino, abandona a su tribu y parte a Buenos Aires como hijo de un oficial del ejército, Ceferino tenía el derecho de matricularse en los Talleres Nacionales de la Marina y estudiar carpintería, pero el niño no fue feliz en ese lugar y al poco tiempo un destacado sacerdote salesiano lo ayudó a ingresar al colegio de la orden en Buenos Aires.

El día que el padre lo llevó al colegio salesiano estaba allí el mismo Monseñor Cagliero, que lo recibió y los invitó a comer. Desde ese día Cagliero fue el protector de Ceferino.

Aunque muchos alumnos se burlaban de Ceferino y de su padre, y se reían por su castellano mal hablado, el mapuche cautivó rápidamente a todos con su bondad, su simpatía y algunas habilidades indígenas.
Ceferino adquirió el conocimiento del español, una cuidada caligrafía y una intensa devoción por la Virgen María. Ingresó al coro del colegio, Ceferino conoció en ese colegio, a Carlos Gardel.
Ceferino en ese ambiente salesiano, estaba cautivado por la fe cristiana. Muchos testimonios hablan de su permanente alegría:

        «Salía Ceferino de la iglesia, para seguir esparciendo sana alegría a su alrededor».

        «En sus grandes ojos, ingenuos y limpios, había una sonrisa luminosa e infantil … Sonriendo a los compañeros que pasaban junto a él» .

«EI mismo Ceferino nos servía la comida y, al hacerlo, tenía para todos una sonrisa».

            Además de la sonrisa, era propenso a una risa espontánea:

        «¡Con qué ganas reía cuando oía contar algún chiste! Se veía por sus ojos que reía de puro gusto».

Tomando una melodía italiana, había hecho un cantito que usaba para homenajear a cualquiera que cumpliera años o celebrara algo. Los demás se divertían escuchándolo, porque cantaba con entusiasmo y dando saltos:

        «Oímos su preciosa voz, que sonora y afinada cantaba: ‘¡Funiculí, funiculá, viva el padre Gherra y Namuncurá!’. Aún me parece verlo saltando al son de su cantito, y sonriendo con su alma  abierta y franca».

Los salesianos cuentan que era transparente, siempre sincero, incapaz de mentir o de engañar. Por eso se fastidiaba un poco cuando no le creían algo que él decía. Cuando se preparaba para la primera comunión, descubrió claramente que tenía que reconciliarse con un compañero con el cual había discutido, y tomó la iniciativa. Así mostró la delicadeza de su conciencia. Este sentido de la fraternidad le llevaba a poner «especial empeño en arreglar cuanto antes cualquier desacuerdo que surgiera con los compañeros». Además, «cuando se originaban altercados y peleas, sabía oportunamente terminarlos con algún chiste inocente, cargando él con la culpa para apaciguar a los demás». También mostraba su capacidad de convivencia cuando perdía en los juegos. Así lo cuenta un compañero:

        «He de notar que cuando perdía, se conformaba y era el primero en felicitarme. Hasta en eso era un santo y un caballero. Era un buen perdedor».

Siempre procuraba comprender y disculpar las malas acciones de los demás, porque «le parecía imposible que uno pudiera cometer una falta deliberadamente». En febrero de 1903, sabiendo que Ceferino tenía un problema de salud en los pulmones (tuberculosis), deciden trasladarlo a un colegio de Viedma. Tenía dieciséis años. Cuando llegó a Viedma, aunque ya estaba afectado por la tuberculosis, «llamó la atención de todos sus compañeros por su ánimo constantemente alegre.



Entre los enfermeros que lo atendieron había uno con fama de santo, el hermano Artémides Zatti. Sabemos que Ceferino lo recordaba con gratitud porque le envió una postal desde Turín, poco después de llegar (el 16/08/1904). Zatti dio un testimonio sobre las virtudes de Ceferino destacando sobre todo su humildad y su paciencia con los compañeros molestos.

También cuentan que, a pesar de su mala salud, Ceferino se empeñaba en prestar servicios y en hacer tareas manuales que lo dejaban agotado, como subir una loma llevando cajones con frutas o limpiar la iglesia.
En 1904 Monseñor Cagliero lo llevó a Roma, consideró que el cambio de clima beneficiaría la salud del muchacho, A los diecisiete años Ceferino ya mostraba claros síntomas de tuberculosis, pero mantenía viva la esperanza de llegar a ser sacerdote.

A Ceferino sus parientes le decían «Morales», porque lo encontraban parecido a un miembro de la familia que tenía ese nombre. Ceferino no sabía bien cuál era su nombre, ni su edad, ni la fecha de su cumpleaños. Los mapuches tenían una identidad clara en la vida comunitaria y no necesitaban esos datos para saber quiénes eran. Pero al trasladarse a la ciudad, la vida se complicaba. A nosotros puede llamamos la atención, pero cuando Ceferino tenía 17 años, un año antes de morir, todavía no sabía su edad, su fecha de nacimiento, y tenía dudas sobre su verdadero nombre. Así lo expresa en una carta al padre Crestanello: 

        «Yo antes no me llamaba con el nombre de Ceferino sino con el de Morales. Y tengo miedo que antes que mis padres me llamaran Morales haya tenido otro nombre, y después me lo hayan cambiado con el de Morales; como hizo mi papá cuando íbamos a Buenos Aires, que en el viaje me lo cambió y me llamó Ceferino, y desde esa vez tuve ese nombre … Muchas veces me preguntan el día de mi nacimiento, los años que tengo, etc., y no sé qué contestar» (carta del 14/06/1904). 

Fue recibido en Roma, tuvo una audiencia con el Papa Pío X, a quien le obsequió un «quillango», un manto de piel de vicuña.

La lectura preferida de Ceferino era la biografía de Domingo Savio, lo admiraba.

Ceferino fue considerado un joven inteligente, cumplidor. A veces el beato Ceferino tiene un aspecto occidental y otras uno mapuche. El padre Nocetti dice en su libro- «Ceferino lleva sobre sus espaldas la humillación de una raza vencida, marginada, discriminada, y el estigma de ser indígena. Pero siguió su camino de mapuche y de cristiano sin resentimiento, sin rencores, sin victimismo, caminando con dignidad hacia el destino que el Señor le preparaba».

En la Patagonia Ceferino es el “santo popular” por excelencia, su festividad y su procesión religiosa es la que convoca más fieles en la región. Gran parte de la gente que asiste a la celebración tiene sólo una vaga noción de los orígenes del santo indígena, y queda claro que, a pesar de que lo llaman «el indiecito», su origen étnico no es un factor decisivo para la mayoría de quienes escogen a Ceferino como su intercesor ante Dios.

Las autoridades eclesiásticas reconocen que la devoción por Ceferino tiene algo poco común. Por un lado, la celebración atrae a muchos protestantes y católicos no practicantes, por otro, hay muchos devotos que no se interesan por los aspectos más formales de la fiesta, no todos participan en la procesión el domingo por la mañana, y muchos dejan de asistir a la misa final oficiada por quince sacerdotes. Un contingente numeroso acude al parque año tras año para presentar a Ceferino sus peticiones, o para darle las gracias por favores concedidos. Y las personas aprovechan a caminar por al parque, hay  jóvenes cantando en grupos música religiosa, sobre todo, para «estar con Ceferino en su tierra» .

Fue declarado Venerable en 1972, durante unos años el proceso de la Causa de Beatificación de Ceferino estuvo un tanto estancado, la devoción de la gente nunca se interrumpió. Muchos de los fieles creen que Ceferino ya es un santo, y los tiene sin cuidado la posición oficial de la Iglesia. Por ello, no sienten la necesidad de documentar los milagros que le agradecen. Y hay muchos milagros, y sería muy importante que testifiquen.

El milagro de una joven cordobesa logró el 11 de noviembre de 2007, que el enviado papal, el cardenal Tarcisio Bertone, proclamara beato a Ceferino Namuncurá, ante más de 120. 000 personas en una ceremonia de beatificación en Chimpay. Una joven, Valeria Varela de 24 años se casó en 1998 con Joseph Koua, africano. A los tres meses quedó embarazada, sufrió un aborto espontáneo y en octubre de 2000 los médicos le detectaron el tumor maligno en el útero.

Era un viernes y debía comenzar con la quimioterapia el lunes siguiente. Esa noche, contó, encontró una revista sobre Ceferino Namuncurá, con quien se sintió identificada por la juventud, y le «exigió» que la ayudara. El lunes siguiente, al realizarle los estudios previos al tratamiento, los médicos vieron que no había ningún tumor. El cáncer había desaparecido completamente y hoy es madre de tres hijas. La causa llegó a Roma desde Córdoba, donde durante cuatro años se estudió y la Congregación para las Causas de los Santos dictaminó que, desde el punto de vista clínico, la curación sometida a su juicio científico, era inexplicable. La sesión del 15 de mayo de cardenales y obispos que forman parte de dicha congregación aprobó por unanimidad el milagro atribuido a la intercesión del venerable Siervo de Dios Ceferino Namuncurá.

La santidad es una construcción social, el camino a la santidad se inicia en vida del santo y se construye tras su muerte. Por Ceferino Namuncurá desde 1911, pocos años después de su muerte (1905), se inició un largo derrotero en la construcción de su figura de santidad.

El fin de semana próximo veremos pasar a los miles de peregrinos caminando, a caballo, en sus motos, sus autos y sus improvisadas camionetas de camping,  flotará una nube de humo nacida de cientos de pequeñas fogatas, veremos familias de distintos puntos de Argentina descansando en reposeras y tomando mate. La mayoría llevará dos días acampando, consumiendo pollo, asado y chorizos a la parrilla, y comprando en la vecina feria al aire libre. Visitan el monumento a Ceferino Namuncurá, oriundo del lugar y el primer candidato mapuche a la santidad. Algunos de estos peregrinos han recorrido seguramente largas distancias en auto, en moto, en micro, a caballo – o incluso a pie- , para conmemorar el aniversario de su nacimiento, ocurrido el 26 de agosto de 1886.

Hay que distinguirlo de otras figuras, como la difunta Correa o el gauchito Gil. Ceferino tiene una historia bien documentada. Muchos testigos que lo han conocido que han dejado relatos de su vida y se conservan más de cincuenta cartas que él mismo escribió. Además, su vida está inserta en un momento trágico de la historia nacional, que afectó particularmente a su familia indígena.

Ceferino, hijo de nuestras pampas, que vivió sólo dieciocho años, pero que ha dejado un ejemplo de fortaleza en la adversidad, de alegría, de amor y de generosidad fraterna.

Su vida es una invitación a reflexionar no sólo como individuos creyentes, sino también como ciudadanos, este mapuche Beato, nos propone un camino de memoria, identidad y reconciliación nacional.

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Ya es hora de santificarlo, quizás ahora con un PAPA argentino, el Papa Francisco, que posiblemente visite Argentina el año próximo el Beato Ceferino Namuncurá sea reconocido como Santo, por los miles de fieles que NO dan testimonio de sus milagros porque para ellos, para ellos Ceferino ya es SANTO.

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